Santidad y Comunidad Cristiana

Por Padre Jairo Gregorio Congote
Apreciados amigos en estos días celebramos el Día de la Madre y encomendamos a Dios a nuestras madres, para que sean testimonio de la ternura divina para el mundo; también damos gracias por aquellas que están en su eterna compañía. Todos tenemos una vocación fundamental que es el llamado a la santidad. Una dimensión de la santidad se muestra como apertura a la acción del Espíritu Santo que permite un dialogo para tomar decisiones a favor de los más necesitados.
Las lecturas bíblicas diseñan la comunidad cristiana como fuente de revelación de Dios y transformación del mundo. Presentan a la comunidad cristiana como un cuerpo vivo que se organiza mediante la manera como sus miembros asumen diversas tareas como el servicio de la caridad, de la palabra y del culto; un pueblo sacerdotal cuyos miembros son piedras vivas del edificio eclesial, que tiene por piedra angular a Cristo resucitado; y un grupo unido que peregrina hacia Dios al ritmo de la historia y bajo la guía de Cristo que es el camino, la verdad y la vida. La imagen ideal de la primera comunidad es de un gran optimismo: Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; todos pensaban y sentían lo mismo; ninguno pasaba necesidad…pero surge la primera crisis seria. Los miembros de la comunidad primitiva de Jerusalén eran todos de raza judía y, sin embargo, eran diferentes en lengua y cultura. Unos son judíos palestinos que hablan hebreo y otros son judíos provenientes de la diáspora, que hablan griego, la lengua común del imperio romano en Oriente. Éstos últimos se quejan de que sus viudas no reciben la atención que se les debe en el suministro diario a los pobres. Discriminación social a la vista. Entonces los apóstoles proponen a la comunidad, con agrado de esta, que seleccione a siete varones libres de toda sospecha para que se hagan cargo de la administración, quedando así ellos liberados para la oración y el servicio de la palabra. Los siete elegidos tienen nombre griego. Presentados a los Doce, estos les imponen las manos orando. Surgió así un nuevo ministerio eclesial, que más tarde se identificó con el diaconado. Si por una parte es la comunidad quien democráticamente elige y propone los candidatos, algo que se perdió en los siglos siguientes, por otra parte son los apóstoles quienes les imponen las manos asociándolos a su ministerio. Tal gesto es el signo del elemento institucional del servicio pastoral en la Iglesia, es decir del carisma vertical o gracia del Espíritu Santo. Se apuntan también las tres acciones pastorales básicas que construyen la comunidad desde dentro y potencian su misión hacia fuera: palabra, sacramentos y caridad.
Los miembros de este pueblo sacerdotal son piedras vivas del edificio de la Iglesia que es templo del Espíritu y cuya piedra angular, fundacional y de cohesión es Cristo resucitado. El sacerdocio común de los bautizados no hace inútil el sacerdocio ministerial, pues tanto en el antiguo como en el nuevo testamento el pueblo consagrado a Dios necesita sacerdotes para el ejercicio de su sacerdocio en el culto. Tan es así que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no solo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). El sacerdocio de los fieles se ejercita y alimenta de múltiples maneras: en la vida y en los sacramentos, comenzando por el bautismo y siguiendo por los demás, llegando al testimonio de vida y a la ofrenda de toda la existencia. Ser santos es ser felices por eso debemos seguir el mensaje de Cristo quien nos dice que es el Camino, la Verdad y la Vida, fundamento bajo el cual debemos dirigir y evaluar nuestro crecimiento.